Viajando fui consciente de mi necesidad de escribir. De que ese es el canal por el que logro procesar todo lo que estoy viviendo. El canal donde los escenarios y personajes cobran sentido. Mi sentido, porque luego de ocho meses viajando por América Latina, los rostros, lugares y anécdotas se me mezclan un poco. Pero no se me olvidan. 

Confundo hostales. Repito consejos que ya no tienen emisores. Camino hasta una esquina convencida de que ahí está el correo, para encontrarme con una pollería. Sigo pensando en soles, cuando hace más de un mes que me rigen los dólares. Entre miles de otros ejemplos.

Lo bueno es que logré sacarle el lado creativo al “síndrome viajero”. Gracias a él puedo visualizar juntos a la mujer que vi limpiar una pequeña capilla de la bella Cajamarca peruana y que me hablaba del nieto que no tuvo, con el taxista de Guayaquil que sueña con un fin de semana sin sus hijos. También puedo ver el rostro de Nico cada vez que escucho a un francés hablar en español. O recordar, como si fuera una diapositiva que cambia muy rápido, Potrerillos, San Pedro de Atacama y Samaipata, con cada luna llena.

El ejemplo más movilizador de esto ocurrió el pasado junio en Cuzco. Estaba en el patio del Coricancha escuchando un concierto de canto lírico andino cuando me visitaron, sin permiso y todas juntas, muchas imágenes de lo que hasta ese momento venía siendo mi viaje. El Coricancha sintetiza a la perfección las dos fuentes fundamentales de la identidad cusqueña: la indígena (ya que era el templo principal dedicado al sol) y la española (que ocupó el mismo edificio para levantar su templo católico). Allí, una soprano cantó en quechua, aymara y castellano acompañada por una banda compuesta por violín, charango, guitarra, quena y dos bailarinas. 

Yo escuchaba y pensaba (en realidad, escuchaba y escribía en mi mente) sobre la cotidianidad con la que convive el pasado en el presente de Cusco. Y también en el de Bolivia, Argentina y Chile, demás países que había recorrido hasta entonces. Sobre todo, pensaba en la mirada extrañada de todas las personas no latinas que me crucé cuando les decía que era uruguaya. Todos opinaban, con una certeza inquietante, que parecía italiana o española. Supongo que esperaban rasgos indígenas. Pero no los tengo. En 1831 nuestro primer presidente se encargó de eso, cuando llevó a cabo el exterminio de los charrúas. 

También reviví varias noches de Purmamarca y San Pedro de Atacama, donde de manera natural y unánime, argentinos y chilenos salían a bailar chacareras y cuecas hasta altas horas de la madrugada. Las uruguayas, en cambio, los mirábamos maravilladas, casi como si fuéramos antropólogas estudiando una cultura bien lejana. 

Por último, reapareció la pregunta que me hizo una amiga griega (desde cuyo hogar en Atenas se ve la Acrópolis) mientras caminábamos desde el lado sur al lado norte de la isla del Sol en Bolivia: ¿qué templos tienen en Uruguay? No la pude contestar. Pero desde entonces no paro de absorber todo lo que veo con la ilusión de ir escribiendo, así, mi propia identidad.

 

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